En las películas, los buenos siempre ganan...
Es lo que pide el público. En la vida real, por el contrario, los malos pueden ganar. Y en política, me temo, esto último en la norma general. Más esta vez puede que hayan llegado demasiado lejos.
Es lo que pide el público. En la vida real, por el contrario, los malos pueden ganar. Y en política, me temo, esto último en la norma general. Más esta vez puede que hayan llegado demasiado lejos.
JOSÉ ANTONIO SÁNCHEZ CABEZAS / LEGITIMISTA DIGITAL
02 de octubre de 2016
Actualmente
vivimos en España una situación política excepcional; un
desgobierno que tiene ecos de la Primera y la Segunda República,
cuando los partidos políticos solo lograban formar coaliciones para
vetar la formación de gobierno, pero para nada más.
Y los españoles, que tradicionalmente
observamos los asuntos públicos con cierta alegre indiferencia, nos
han metido cincuenta kilos de política por el gaznate, gramo a
gramo, a lo largo de una campaña electoral recurrente que dura más
de un año, y amenaza con prolongarse otro más.
Pedro
Sánchez, con su “no
es no, y
que parte del no
no has entendido” estaba logrando crispar al Clan del Oso
Cavernario, que la noche del 26J celebró con alborozo una victoria
que no fue tal, y ahora se veían obligados a asimilar que entre la
mayoría absoluta de la cual disfrutaron cuatro años, y los 137
raquíticos diputados que tienen ahora, media un abismo que
imposibilita la formación de gobierno.
Esta
noche, sin embargo, la conjunción de enemigos internos y externos ha
logrado hacer rodar la cabeza del Secretario General del PSOE.
Acontecimiento que muchos partidarios de la izquierda lamentarán
sinceramente. Y eso que Sánchez, hasta hace poco, solo levantaba
entre las masas una mezcla de indiferencia e irritación. Sin
embargo, el acoso del le habían hecho objeto ha resultado tan zafio
y cruel que había conseguido dotarle de un aura de heroica, aunque
su única causa fuese su propia supervivencia política.
Su
postrera defensa numantina, de haber tenido éxito, le habría
convertido en una figura casi legendaria, con reales posibilidades de
devolver cierto vigor al PSOE en las próximas elecciones. Estamos,
evidentemente, ante una victoria de la derecha, que resulta tanto más
dolorosa por lo reñida que ha resultado la batalla.
Sin
embargo, esta victoria les saldrá inmensamente cara a los
vencedores.
Ocurre
que el socialista es actualmente un partido sin una línea
ideológica: son derechistas en Extremadura, nacionalistas en el País
Vasco, separatistas en Galicia, federalistas en Cataluña,
caciquistas en Andalucía, ni-se-sabe en Comunidad Valenciana…
El
PSOE tiene todas las ideologías, lo cual equivale no tener ninguna.
Y a nivel nacional, hace años que enarbolan discursos de izquierdas
para encubrir políticas de derechas. El resultado ha sido que los
votantes socialistas que acudían a las urnas por ideología se han
pasado a Podemos, tras lo cual lo único que vertebra al PSOE es el
odio al PP.
Esa
era la última baza del PSOE: “o
nosotros, o el PP”. También es la
última baza del actual sistema político, esta Segunda Restauración,
que, al igual que la primera, funciona en base a un “turnismo” en
el cual dos partidos - que teatralizan una supuesta rivalidad, pero
que defienden ideas similares- van alternándose en el gobierno.
Con
toda razón Pedro Sánchez se negaba, a pesar de las muchas
presiones, a ceder el paso a Mariano Rajoy, pues se le caería la
máscara, no solo al propio PSOE, sino a todo el sistema.
Ahora,
tras la ejecución pública del Secretario General del PSOE, al PSOE
ya no le quedan salidas; Pedro Sánchez, de haber sobrevivido al
aquelarre, habría sido el último cruzado socialista con capacidad
para reclamar un espacio propio en la izquierda. Desaparecido este,
solo quedan dos posibilidades:
si persisten en la negativa a Rajoy, y fuerzan unas nuevas
elecciones, el sorpasso está, ahora sí, asegurado. Podemos se
encontrará a un PSOE destrozado por unas guerras intestinas feroces
y demasiado recientes como para haber cicatrizado las heridas. Presa
fácil.
La
otra posibilidad es permitir la
investidura de Rajoy para evitar las elecciones. Y habrá quien
razone que, si se abstienen, pero luego ejerce una oposición fiera,
todavía podría los socialistas salvar las apariencias. ¿Se
acordarán los españoles, dentro de tres o cuatro años, de cómo y
quién invistió a Rajoy?
La
falla del citado razonamiento es que la actual composición del
Congreso de los Diputados no permite dicha maniobra, pues, si el PSOE
ejerce una verdadera oposición, el PP, con sus 137 raquíticos
diputados no podrá aprobar ni un puñetero reglamento, aunque
contase con el apoyo de Ciudadanos. Apoyo que resulta más incómodo
de lo que parece, porque la formación naranja se ha presentado como
los adalides de la anticorrupción, lo cual les obliga a exigir al
presidente en funciones que proceda a limpiar su propio partido. Y
resulta que Rajoy no puede hacer eso,
en primer lugar, porque no se lo permitirían, y, en segundo lugar,
porque la corrupción ha echado raíces tan profundas en el PP que
arrancarlas destruiría el propio partido.
Pero
insisto: aunque PP y Ciudadanos llegasen a un “modus vivendi” a
base de repetir ante las televisiones el teatrillo de Rivera
rasgándose las vestidura ante cada nuevo caso de corrupción del PP,
y Rajoy cercenando la cabeza de algún corrupto de segunda fila para
hacerle callar, aun así no bastan los votos de populares y
naranjitos para aprobar, no ya unos Presupuestos Generales del
Estado, sino una simple ley ordinaria.
Por
lo tanto, no es suficiente con que el PSOE se abstenga en la
investidura. Lo que debería hacer el PSOE – que es lo que
realmente le exige la derecha- es que se convierta en socio de
gobierno del PP. Y los españoles, en cuatro años, son muy capaces
de olvidar cómo y quién hizo posible la investidura de Rajoy, pero
no podrían ignorar el hecho de que el PSOE se hubiese pasado esos
cuatro años aprobando las leyes del PP.
Y
las consecuencias son previsibles: la izquierda en bloque se pasaría
a Podemos. Adiós al PSOE, y fin de la Segunda Restauración.
Dos
posibilidades, mismo resultado.
Esta
noche, 1 de octubre de 2016, la batalla de Pedro Sánchez ha
terminado, y el sistema caciquil y turnista que nos gobierno se ha
cobrado su cabeza… sin comprender que la victoria en esta batalla
que termina les conducirá, de una vez y para siempre, a perder la
guerra.
JOSÉ ANTONIO SÁNCHEZ CABEZAS / LEGITIMISTA DIGITAL
02 de octubre de 2016
Actualmente
vivimos en España una situación política excepcional; un
desgobierno que tiene ecos de la Primera y la Segunda República,
cuando los partidos políticos solo lograban formar coaliciones para
vetar la formación de gobierno, pero para nada más.
Y los españoles, que tradicionalmente
observamos los asuntos públicos con cierta alegre indiferencia, nos
han metido cincuenta kilos de política por el gaznate, gramo a
gramo, a lo largo de una campaña electoral recurrente que dura más
de un año, y amenaza con prolongarse otro más.
Pedro
Sánchez, con su “no
es no, y
que parte del no
no has entendido” estaba logrando crispar al Clan del Oso
Cavernario, que la noche del 26J celebró con alborozo una victoria
que no fue tal, y ahora se veían obligados a asimilar que entre la
mayoría absoluta de la cual disfrutaron cuatro años, y los 137
raquíticos diputados que tienen ahora, media un abismo que
imposibilita la formación de gobierno.
Esta
noche, sin embargo, la conjunción de enemigos internos y externos ha
logrado hacer rodar la cabeza del Secretario General del PSOE.
Acontecimiento que muchos partidarios de la izquierda lamentarán
sinceramente. Y eso que Sánchez, hasta hace poco, solo levantaba
entre las masas una mezcla de indiferencia e irritación. Sin
embargo, el acoso del le habían hecho objeto ha resultado tan zafio
y cruel que había conseguido dotarle de un aura de heroica, aunque
su única causa fuese su propia supervivencia política.
Su
postrera defensa numantina, de haber tenido éxito, le habría
convertido en una figura casi legendaria, con reales posibilidades de
devolver cierto vigor al PSOE en las próximas elecciones. Estamos,
evidentemente, ante una victoria de la derecha, que resulta tanto más
dolorosa por lo reñida que ha resultado la batalla.
Sin
embargo, esta victoria les saldrá inmensamente cara a los
vencedores.
Ocurre
que el socialista es actualmente un partido sin una línea
ideológica: son derechistas en Extremadura, nacionalistas en el País
Vasco, separatistas en Galicia, federalistas en Cataluña,
caciquistas en Andalucía, ni-se-sabe en Comunidad Valenciana…
El
PSOE tiene todas las ideologías, lo cual equivale no tener ninguna.
Y a nivel nacional, hace años que enarbolan discursos de izquierdas
para encubrir políticas de derechas. El resultado ha sido que los
votantes socialistas que acudían a las urnas por ideología se han
pasado a Podemos, tras lo cual lo único que vertebra al PSOE es el
odio al PP.
Esa
era la última baza del PSOE: “o
nosotros, o el PP”. También es la
última baza del actual sistema político, esta Segunda Restauración,
que, al igual que la primera, funciona en base a un “turnismo” en
el cual dos partidos - que teatralizan una supuesta rivalidad, pero
que defienden ideas similares- van alternándose en el gobierno.
Con
toda razón Pedro Sánchez se negaba, a pesar de las muchas
presiones, a ceder el paso a Mariano Rajoy, pues se le caería la
máscara, no solo al propio PSOE, sino a todo el sistema.
Ahora,
tras la ejecución pública del Secretario General del PSOE, al PSOE
ya no le quedan salidas; Pedro Sánchez, de haber sobrevivido al
aquelarre, habría sido el último cruzado socialista con capacidad
para reclamar un espacio propio en la izquierda. Desaparecido este,
solo quedan dos posibilidades:
si persisten en la negativa a Rajoy, y fuerzan unas nuevas
elecciones, el sorpasso está, ahora sí, asegurado. Podemos se
encontrará a un PSOE destrozado por unas guerras intestinas feroces
y demasiado recientes como para haber cicatrizado las heridas. Presa
fácil.
La
otra posibilidad es permitir la
investidura de Rajoy para evitar las elecciones. Y habrá quien
razone que, si se abstienen, pero luego ejerce una oposición fiera,
todavía podría los socialistas salvar las apariencias. ¿Se
acordarán los españoles, dentro de tres o cuatro años, de cómo y
quién invistió a Rajoy?
La
falla del citado razonamiento es que la actual composición del
Congreso de los Diputados no permite dicha maniobra, pues, si el PSOE
ejerce una verdadera oposición, el PP, con sus 137 raquíticos
diputados no podrá aprobar ni un puñetero reglamento, aunque
contase con el apoyo de Ciudadanos. Apoyo que resulta más incómodo
de lo que parece, porque la formación naranja se ha presentado como
los adalides de la anticorrupción, lo cual les obliga a exigir al
presidente en funciones que proceda a limpiar su propio partido. Y
resulta que Rajoy no puede hacer eso,
en primer lugar, porque no se lo permitirían, y, en segundo lugar,
porque la corrupción ha echado raíces tan profundas en el PP que
arrancarlas destruiría el propio partido.
Pero
insisto: aunque PP y Ciudadanos llegasen a un “modus vivendi” a
base de repetir ante las televisiones el teatrillo de Rivera
rasgándose las vestidura ante cada nuevo caso de corrupción del PP,
y Rajoy cercenando la cabeza de algún corrupto de segunda fila para
hacerle callar, aun así no bastan los votos de populares y
naranjitos para aprobar, no ya unos Presupuestos Generales del
Estado, sino una simple ley ordinaria.
Por
lo tanto, no es suficiente con que el PSOE se abstenga en la
investidura. Lo que debería hacer el PSOE – que es lo que
realmente le exige la derecha- es que se convierta en socio de
gobierno del PP. Y los españoles, en cuatro años, son muy capaces
de olvidar cómo y quién hizo posible la investidura de Rajoy, pero
no podrían ignorar el hecho de que el PSOE se hubiese pasado esos
cuatro años aprobando las leyes del PP.
Y
las consecuencias son previsibles: la izquierda en bloque se pasaría
a Podemos. Adiós al PSOE, y fin de la Segunda Restauración.
Dos
posibilidades, mismo resultado.
Esta
noche, 1 de octubre de 2016, la batalla de Pedro Sánchez ha
terminado, y el sistema caciquil y turnista que nos gobierno se ha
cobrado su cabeza… sin comprender que la victoria en esta batalla
que termina les conducirá, de una vez y para siempre, a perder la
guerra.
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