Integrismo, laicidad y religiones
El pasado 7 de mayo, Raphaëlle Bacqué y Ariane Chemin publicaban un artículo de tres páginas en las columnas de Le Monde, titulado "Cisma a izquierda" y presentaban la querella franco-francesa sobre la laicidad y el islam como "la más violenta que nunca haya producido la izquierda en su insterior desde hace mucho tiempo". Este debate tiene una dimensión internacional evidente sobre la que quiero volver aquí, intentando recordar los términos de una concepción auténticamente socialista de la laicidad.
El pasado 7 de mayo, Raphaëlle Bacqué y Ariane Chemin publicaban un artículo de tres páginas en las columnas de Le Monde, titulado "Cisma a izquierda" y presentaban la querella franco-francesa sobre la laicidad y el islam como "la más violenta que nunca haya producido la izquierda en su insterior desde hace mucho tiempo". Este debate tiene una dimensión internacional evidente sobre la que quiero volver aquí, intentando recordar los términos de una concepción auténticamente socialista de la laicidad.
JEAN BATOU / VIENTO SUR
23 de mayo de 2016
Cuando
un catecismo expulsa a otro
En la tradición del líder socialista
francés Jean Jaurès, la laicidad es sinónima de democracia: “no hay igualdad de derechos si el apego de
tal o cual ciudadano a tal o cual creencia, a tal o cual religión, supone para
él un motivo de privilegio o de desgracia”. Sin embargo, Jaurès no pretende
aislar la religión de la sociedad, reduciéndola a un asunto privado. Para él, “es en una sociedad natural y humana donde
ella evoluciona, [y ella] solo será
una fuerza abstracta y vana, sin afianzamiento y sin virtud, si no está en
comunicación con la realidad social” (Discurso
de Castres, 1904).
Dos años antes, Edouard Berth, uno de los
pioneros del sindicalismo revolucionario, una corriente que va a controlar la
CGT francesa hasta 1914, estigmatizaba el “clericalismo
a la inversa” de esos “alcaldes
socialistas (que) pasan su tiempo en aprobar los decretos más extraños y
extravagantes con el único objetivo de ‘fastidiar’ a los curas”.
Continuaba: “nuestros soñadores de unidad
dogmática, intelectualista y jacobina (…) tienen siempre una concepción
dogmática de la unidad. La Fuerza, destinada a esta unidad mística y
transcendental, sola, cambia; el gendarme del Estado y el maestro laico
reemplazan al inquisidor y al monje ignorante”. Concluía: “la creencia en lo que Marx llamaba tan
felizmente el sobrenatural democrático se ha instalado soberanamente en la
actual conciencia socialista”.
Verdaderamente, la laicidad no debe ser
considerada como un arma para luchar contra las religiones, aunque solo fuera
porque ella defiende de forma intransigente la libertad de pensamiento, de
opinión y de creencia (o de no creencia): “(…) si reclamamos para nosotros una libertad plena e íntegra -señalaba
Berth- ¿vamos a trabajar para arrebatarla
a los otros?”. De esta forma denunciaba la Ley de Asociaciones de 1901,
votada sin embargo por quince socialistas, “más
anticlericales que socialistas”, que introducía un régimen de excepción
para las congregaciones religiosas. “Antiguamente,
concluía, ello estaba en la unidad de
un catecismo religioso que nuestros
reyes soñaban que mantendría la unidad nacional; en la actualidad, nuestros
demócratas esperan el mismo milagro social de un catecismo cívico” (“La
política anticlerical y el socialismo”, La
RevueSocialiste, noviembre 1902).
La laicidad bien entendida no propone sin
embargo una actitud relativista. Encuentra así su expresión plena e íntegra en
la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuando estipula: “Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye (…) la libertad
de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público (lo subrayamos) como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto y la observancia” (art. 18). Pretender excluir a la
religión de la esfera pública es pues una propuesta política explícitamente
liberticida.
Combatir
los integrismos
En el terreno religioso, el integrismo (un término reivindicado
por los tradicionalistas católicos de inicios del siglo XX) y el fundamentalismo (un término nacido más
bien en la galaxia protestante) son sin duda la expresión de dinámicas
sectarias; va lo mismo de la ortodoxia judía, del salafismo musulmán o del
hindutva de inspiración hindú: todas estas corrientes transmiten un discurso
anti-democrático, patriarcal u homófobo, de orientación totalitaria,
radicalmente opuesto a las aspiraciones de emancipación humana que deben
encarnar los valores socialistas. Otras tantas razones para combatirlas sin
tregua en el terreno de las ideas.
En el plano más netamente político,
fuerzas poderosas se reclaman hoy de la ortodoxia religiosa, como la Nueva
Derecha Cristiana en los Estados Unidos que, desde los años 1980, ha favorecido
el deslizamiento conservador y belicista del Partido Republicano; los Católicos
de Identidad, en Francia, que han formado el grueso de las tropas de “La
Manifestación para Todos”; los sionistas religiosos en Israel, que defienden un
punto de vista colonialista y racista; el RSS (Organización de los Voluntarios)
o la Shiv Sena (Ejército de Shivaji), ligados al BJP en el poder en India y que
promueven un nacionalismo ultra-reaccionario. Tienen por supuesto sus homólogas
en el seno del islam, se inspiren en la teocracia iraní, en el Jamaat-e-islami
pakistaní, bengalí o indio, en el salafismo saudí, en los Hermanos Musulmanes o
en otras ideologíasdel mismo tipo.
En el curso de estos últimos decenios,
organizaciones terroristas (“yijadistas”) se han desarrollado también en el
caldo de cultivo del wahabismo, en ruptura con el quietismo político
tradicional de la mayoría de los salafistas o del programa político conservador
del islam político dominante. Ellas se han desarrollado en el marco de
sociedades brutalizadas por la miseria extrema, por dictaduras torturadoras y
por guerras neocoloniales. En 2013, asesinos provenientes de ese entorno han
asesinado fríamente a dos de los principales líderes de la izquierda tunecina:
Chokri Belaïd y Mohamed Brahmi. Más ampliamente, sus fechorías han espantado,
en primer lugar, en los países musulmanes pero también en Occidente: Estados
Unidos (2001), España (2004), Gran Bretaña (2005), Francia (2015), Bélgica
(2016)…
¿Por qué habría que caer en la
islamofobia para denunciar el carácter profundamente reaccionario y liberticida
del islam fundamentalista? El wahabismo es una secta ultra- retrógrada, cuya
promoción internacional se ha beneficiado –y se beneficia- de enormes recursos
financieros de sus padrinos saudís, con la bendición de las potencias
occidentales, especialmente durante la guerra fría para combatir al
nacionalismo árabe tercermundista, y de la complicidad de los Hermanos
Musulmanes. Asimismo, el islam político de diversas obediencias desarrolla un
discurso neoliberal-conservador que no retrocede para conseguir sus fines ante
el autoritarismo y la violencia, como muestra en la actualidad Recep Erdogan en
Turquía.
Pertenencia
religiosa y lucha social
Sin embargo, no hay que confundir el
islam sectario y las corrientes políticas que se reclaman del mismo con los
centenares de millones de musulmanes que viven su fe y su espiritualidad con
respeto a los otros. Digámoslo alto y fuerte: llevar el velo, no comer cerdo o
no beber alcohol, no tienen nada que ver con una profesión de fe integrista. Lo
testimonian las decenas de millares de mujeres, en parte con velo, que han
bajado a las calles de Túnez, el 13 de agosto de 2013, para defender el Código
del estatuto personal de 1956, que establece el principio de igualdad entre
mujeres y hombres en este país del Magreb.
Sobre el terreno social, un número
creciente de entre nosotros –creyentes o no, cristianos, judíos, musulmanes o
ateos- debe responder al aumento de las desigualdades, de la precariedad e,
incluso, de la pobreza y la exclusión. Así, es organizando la resistencia común
de las capas populares como una izquierda socialista digna de este nombre lleva
el combate por la justicia social, contra la explotación del trabajo y las
diferentes formas de opresión. En esta perspectiva, y también porque este
compromiso es imagen de la sociedad que queremos, nosotros rechazamos todo
compromiso con los racismos que oponen y dividen, lo mismo que con el llamado
“conflicto de civilizaciones” que justifica hoy suvuelta a la escena.
Durante el período de entre las dos
guerras, la derecha antisemita trataba a los militantes comunistas, o
simplemente de izquierda, de judeo-bolcheviques o de judeo-masónicos. Hoy, se
encuentran cruzados de lucha anti-religiosa para tratar a los antirracistas,
que dan la alerta contra el auge de la islamofobia –una forma de racismo que
esencializa la religión musulmana y sus adeptos para estigmatizarlos-, de
islamo-izquierdistas. Es una acusación completamente gratuita y, como
defensores de una laicidad que rima con democracia, comprometidos en el combate
por la emancipación social, no nos reconocemos de ninguna forma en ese ridículo
apodo.
Jean
Batou. Miembro de la
dirección de SolidaritéS -un movimiento anticapitalista, feminista y ecologista
por el socialismo del siglo XXI- en Suiza, y editor del bimensual SolidaritéS.
Profesor de Historia Internacional Contemporánea de la Universidad de Lausana,
Suiza. Es autor de numerosas publicaciones sobre la historia de la
globalización y los movimientos sociales.
JEAN BATOU / VIENTO SUR
23 de mayo de 2016
Cuando
un catecismo expulsa a otro
En la tradición del líder socialista
francés Jean Jaurès, la laicidad es sinónima de democracia: “no hay igualdad de derechos si el apego de
tal o cual ciudadano a tal o cual creencia, a tal o cual religión, supone para
él un motivo de privilegio o de desgracia”. Sin embargo, Jaurès no pretende
aislar la religión de la sociedad, reduciéndola a un asunto privado. Para él, “es en una sociedad natural y humana donde
ella evoluciona, [y ella] solo será
una fuerza abstracta y vana, sin afianzamiento y sin virtud, si no está en
comunicación con la realidad social” (Discurso
de Castres, 1904).
Dos años antes, Edouard Berth, uno de los
pioneros del sindicalismo revolucionario, una corriente que va a controlar la
CGT francesa hasta 1914, estigmatizaba el “clericalismo
a la inversa” de esos “alcaldes
socialistas (que) pasan su tiempo en aprobar los decretos más extraños y
extravagantes con el único objetivo de ‘fastidiar’ a los curas”.
Continuaba: “nuestros soñadores de unidad
dogmática, intelectualista y jacobina (…) tienen siempre una concepción
dogmática de la unidad. La Fuerza, destinada a esta unidad mística y
transcendental, sola, cambia; el gendarme del Estado y el maestro laico
reemplazan al inquisidor y al monje ignorante”. Concluía: “la creencia en lo que Marx llamaba tan
felizmente el sobrenatural democrático se ha instalado soberanamente en la
actual conciencia socialista”.
Verdaderamente, la laicidad no debe ser
considerada como un arma para luchar contra las religiones, aunque solo fuera
porque ella defiende de forma intransigente la libertad de pensamiento, de
opinión y de creencia (o de no creencia): “(…) si reclamamos para nosotros una libertad plena e íntegra -señalaba
Berth- ¿vamos a trabajar para arrebatarla
a los otros?”. De esta forma denunciaba la Ley de Asociaciones de 1901,
votada sin embargo por quince socialistas, “más
anticlericales que socialistas”, que introducía un régimen de excepción
para las congregaciones religiosas. “Antiguamente,
concluía, ello estaba en la unidad de
un catecismo religioso que nuestros
reyes soñaban que mantendría la unidad nacional; en la actualidad, nuestros
demócratas esperan el mismo milagro social de un catecismo cívico” (“La
política anticlerical y el socialismo”, La
RevueSocialiste, noviembre 1902).
La laicidad bien entendida no propone sin
embargo una actitud relativista. Encuentra así su expresión plena e íntegra en
la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuando estipula: “Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye (…) la libertad
de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público (lo subrayamos) como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto y la observancia” (art. 18). Pretender excluir a la
religión de la esfera pública es pues una propuesta política explícitamente
liberticida.
Combatir
los integrismos
En el terreno religioso, el integrismo (un término reivindicado
por los tradicionalistas católicos de inicios del siglo XX) y el fundamentalismo (un término nacido más
bien en la galaxia protestante) son sin duda la expresión de dinámicas
sectarias; va lo mismo de la ortodoxia judía, del salafismo musulmán o del
hindutva de inspiración hindú: todas estas corrientes transmiten un discurso
anti-democrático, patriarcal u homófobo, de orientación totalitaria,
radicalmente opuesto a las aspiraciones de emancipación humana que deben
encarnar los valores socialistas. Otras tantas razones para combatirlas sin
tregua en el terreno de las ideas.
En el plano más netamente político,
fuerzas poderosas se reclaman hoy de la ortodoxia religiosa, como la Nueva
Derecha Cristiana en los Estados Unidos que, desde los años 1980, ha favorecido
el deslizamiento conservador y belicista del Partido Republicano; los Católicos
de Identidad, en Francia, que han formado el grueso de las tropas de “La
Manifestación para Todos”; los sionistas religiosos en Israel, que defienden un
punto de vista colonialista y racista; el RSS (Organización de los Voluntarios)
o la Shiv Sena (Ejército de Shivaji), ligados al BJP en el poder en India y que
promueven un nacionalismo ultra-reaccionario. Tienen por supuesto sus homólogas
en el seno del islam, se inspiren en la teocracia iraní, en el Jamaat-e-islami
pakistaní, bengalí o indio, en el salafismo saudí, en los Hermanos Musulmanes o
en otras ideologíasdel mismo tipo.
En el curso de estos últimos decenios,
organizaciones terroristas (“yijadistas”) se han desarrollado también en el
caldo de cultivo del wahabismo, en ruptura con el quietismo político
tradicional de la mayoría de los salafistas o del programa político conservador
del islam político dominante. Ellas se han desarrollado en el marco de
sociedades brutalizadas por la miseria extrema, por dictaduras torturadoras y
por guerras neocoloniales. En 2013, asesinos provenientes de ese entorno han
asesinado fríamente a dos de los principales líderes de la izquierda tunecina:
Chokri Belaïd y Mohamed Brahmi. Más ampliamente, sus fechorías han espantado,
en primer lugar, en los países musulmanes pero también en Occidente: Estados
Unidos (2001), España (2004), Gran Bretaña (2005), Francia (2015), Bélgica
(2016)…
¿Por qué habría que caer en la
islamofobia para denunciar el carácter profundamente reaccionario y liberticida
del islam fundamentalista? El wahabismo es una secta ultra- retrógrada, cuya
promoción internacional se ha beneficiado –y se beneficia- de enormes recursos
financieros de sus padrinos saudís, con la bendición de las potencias
occidentales, especialmente durante la guerra fría para combatir al
nacionalismo árabe tercermundista, y de la complicidad de los Hermanos
Musulmanes. Asimismo, el islam político de diversas obediencias desarrolla un
discurso neoliberal-conservador que no retrocede para conseguir sus fines ante
el autoritarismo y la violencia, como muestra en la actualidad Recep Erdogan en
Turquía.
Pertenencia
religiosa y lucha social
Sin embargo, no hay que confundir el
islam sectario y las corrientes políticas que se reclaman del mismo con los
centenares de millones de musulmanes que viven su fe y su espiritualidad con
respeto a los otros. Digámoslo alto y fuerte: llevar el velo, no comer cerdo o
no beber alcohol, no tienen nada que ver con una profesión de fe integrista. Lo
testimonian las decenas de millares de mujeres, en parte con velo, que han
bajado a las calles de Túnez, el 13 de agosto de 2013, para defender el Código
del estatuto personal de 1956, que establece el principio de igualdad entre
mujeres y hombres en este país del Magreb.
Sobre el terreno social, un número
creciente de entre nosotros –creyentes o no, cristianos, judíos, musulmanes o
ateos- debe responder al aumento de las desigualdades, de la precariedad e,
incluso, de la pobreza y la exclusión. Así, es organizando la resistencia común
de las capas populares como una izquierda socialista digna de este nombre lleva
el combate por la justicia social, contra la explotación del trabajo y las
diferentes formas de opresión. En esta perspectiva, y también porque este
compromiso es imagen de la sociedad que queremos, nosotros rechazamos todo
compromiso con los racismos que oponen y dividen, lo mismo que con el llamado
“conflicto de civilizaciones” que justifica hoy suvuelta a la escena.
Durante el período de entre las dos
guerras, la derecha antisemita trataba a los militantes comunistas, o
simplemente de izquierda, de judeo-bolcheviques o de judeo-masónicos. Hoy, se
encuentran cruzados de lucha anti-religiosa para tratar a los antirracistas,
que dan la alerta contra el auge de la islamofobia –una forma de racismo que
esencializa la religión musulmana y sus adeptos para estigmatizarlos-, de
islamo-izquierdistas. Es una acusación completamente gratuita y, como
defensores de una laicidad que rima con democracia, comprometidos en el combate
por la emancipación social, no nos reconocemos de ninguna forma en ese ridículo
apodo.
Jean
Batou. Miembro de la
dirección de SolidaritéS -un movimiento anticapitalista, feminista y ecologista
por el socialismo del siglo XXI- en Suiza, y editor del bimensual SolidaritéS.
Profesor de Historia Internacional Contemporánea de la Universidad de Lausana,
Suiza. Es autor de numerosas publicaciones sobre la historia de la
globalización y los movimientos sociales.
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